viernes, 12 de diciembre de 2008

Este cuento...

Cuando oí que era él quien estaba del otro lado de la puerta, no pude evitar sentirme asquerosamente exasperado. Le abrí sin ganas y con un aire de desentendido total. Nuestros problemas se venían suscitando hace mucho tiempo. Cada palabra nos llevaba directamente a otra más violenta y cada frase era el preludio de una nueva discusión. Ese día la bomba explotó.

-¡No te soporto más!- Grité, y atiné a tirar un golpe, que no dio sobre su cara, sino sobre la densa atmósfera que habíamos creado.
-¡Siempre fuiste un fracasado!- Gruñó, y descargó sobre mis costillas una soberana trompada.

A partir de ese instante, la pelea se tornó más agresiva. Alcanza mi memoria a recordar que rompimos el espejo grande de la sala, un juego de platos que guardaba de mi padre, la colección de mis discos originales de Heavy Metal de bandas de los ’90 y la pequeña bodega del living.. Subimos entrelazados en terrible contienda por la escalera, destruyendo parte del barandal, y rodando varias veces escalones abajo, para retomar el camino hacia la planta superior con más ímpetu. Entre empujones, entramos a lo que era mi cuarto. Lanzó una patada que mi estómago supo aguantar, pero otra sobre mi pecho, que hizo temblar toda la caja. Los zarpazos iban y venían; ya me partían una ceja, me habían hinchado el ojo izquierdo y me hacían sangrar de la boca. Pero él…las pocas veces que alcancé sus pómulos y mandíbula, habían logrado aflojar dos dientes, y romper algún vaso de la nariz, ya que fluía mucha sangre por allí.
Nada nos detuvo. Lo lancé sobre la cama, haciéndolo caer más allá del límite de la misma, sobre el piso. Me senté sobre su abdomen, y por más que quiso defenderse, llegué a romper su guardia por completo. Después del sexto golpe, quedó inconsciente, lo que no hizo disminuir mi rabia, traducida en incontenibles ráfagas de puños, tintos en un rojo bermellón espeso.
El hecho de ver que se había rendido, hablaba de lo cobarde que siempre había sido. Constantemente se escondía y escudaba detrás de una actitud osada y atrevida, de hombre de mil historias y millones de experiencias. Pero a mi no iba a mentirme. Nuestra relación se desgastó porque adivinarnos tanto, nos hacía sumamente predecibles, nos irritaba y fustigaba la conciencia.

Y ahí estaba yo, descargando mi ira contra mi mismo, en un intento desesperado de aniquilarme, en un proceso de destruirme y formarme de nuevo. Enfrentando mis otras caras, mis otros miedos, mis otras excusas, mis otras palabras…mi otro ser. El que habita en mí, y en cada uno de nosotros. El que nos llama de adentro, y no dejamos salir. El que es genuino, sin temor de burlas, represalias ni insultos. El que habla sinceramente, porque no ha descubierto que acá afuera hay un mundo que nos exige, nos condena, nos trastorna. Ese yo de adentro, que no mira dos veces, por que no le hace falta; es sutil cuando observa y es callado en sus respuestas.
A ese iluso ser, quería aniquilar, ignorar.
Cuando lo dejé tirado en el cuarto, fui hasta el baño, a remojar mis heridas. Me encontré desfigurado, irreconocible y con un aspecto bastante grotesco. Abrí el grifo, bañé mi cara con agua tibia, y traté de secarme sin llorar.

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